Hoy acepté el cargo de profesor de la cátedra de filosofía. Cuatro horas a la semana. Es claro que domino la materia a la perfección. No imagino a otra persona con más y mejor información, nadie que sepa canalizarla de manera tan perfecta a los estudiantes. Estoy absolutamente preparado. ¿Quién mejor que yo? No se me ocurre nadie.

 

Es un hecho, seré el profesor. Soy el indicado. Pero, ¿estarán mis alumnos preparados para recibir semejante clase? No estoy tan seguro. Probablemente se la tomen a la ligera. No, eso no es posible, mi materia es y será la más importante, la que les quitara el sueño cada noche. Pero, aún así, es indudable que no podrán ejercer dominio sobre los conceptos que enseñe, es que son sólo una manada de imberbes. No sé por qué dudé, es evidente que no estarán preparados para una clase de ese nivel. ¿Tendré tiempo para sus preguntas incoherentes y molestas al final de la clase? ¿Me provocará responderlas? Me parece que no.

 

“Profe, me parece que ese concepto es demasiado confuso”, diría alguno. ¡Claro! Si no lee, si no estudia, si es tan incompetente. Me parece que al aceptar no tomé en consideración todas las aristas del problema. Me faltó una, los alumnos inservibles que asistirán a mi curso. ¿Se justifica que pierda tantas horas semanales por ellos? Igual no valen la pena. Soy demasiado para ellos, mejor no sigo con esta farsa. Al final sólo serán cuatro horas semanales desperdiciadas de mi valioso tiempo. Mejor no. Llamaré enseguida al director para acabar con esta historia que no debió ni debe comenzar.