
La perinola
Ganador del Concurso de relato del diario Últimas Noticias y la Fundación Bigott 2011
Era el primer recreo del primer día del primer grado de su vida, la maestra anunció el fin de la clase y salieron en cambote, niños y niñas volaron desde sus mesones hasta la puerta, cruzaron el marco y colmaron el pasillo por pocos segundos, justo los que les tomó llegar al patio, al lado de la tercera mesa de cemento pintada de azul, donde se celebraría, por espacio de 15 minutos, como era tradición en aquella joven institución de Choroní, el magno torneo de perinola.
Allí estaba él, Julio, sabedor de su gran habilidad y más que confiado, hacia tiempo que nadie se acercaba a su escandaloso récord de 45 repeticiones. Allí estaba ella, Clarita, nueva en la escuela, ansiosa por participar y hacer nuevos amigos. Pasaron dos niños primero, dejaron subir y bajar sus perinolas sin suerte, sus estadísticas fueron tan penosas que dejaron de ser importantes para esta historia.
Le tocó el turno a Julio, sacó del bolsillo su perinola ante la mirada expectante del joven público. 10, 20, 30, 40, 45, 46, 47 y ¡48! “Nuevo récord” –gritó mientras levantó sus manos en señal de victoria hasta que su mirada se topó con la de Clarita. “Me toca” –dijo ella.
Cuando sacó su perinola todos alucinaron, nunca habían visto algo igual, de madera, pintada con los más brillantes colores y amarrada con el guaral más blanco. 10, 20, 30, 40, ¡50! Julito se quedó con la boca abierta, entre molesto por la derrota y totalmente fascinado por la nueva del salón.- “¿Cómo es tú nombre de nuevo? –le preguntó.- Clarita Liendo –respondió mientras guardó su perinola.
…
Llovía a cántaros y no muchos fueron a su funeral, algunos viejitos que lo recordaban del pasado, cuyas negras vestiduras eran cubiertas por coloridos paraguas y varios niños que fueron a ver si por casualidad conseguían una perinola. Y sí, es que dentro del cajón que bajaba delante de esos pocos, no estaba otro sino aquel al que conocían en el pueblo como el “Loco ‘e perinola”.
Murió en su humilde morada, aferrado a su última creación, una perinola que llamaba la atención en cada una de las facetas en que se puede admirar este milenario y tradicional juguete. Primero lo primero, era liviana y manejable, con un terminado impecable en la madera y un trabajo de color digno de ser expuesto en la más fina galería de la capital.
Con ella terminaron sus días de carpintero, tumbado sobre su mesón de trabajo y con la perinola sujetada con una fuerza que hacia pensar que estaba vivo. Con ella dejó atrás días a la soledad para encontrarse con el pasado. Con ella descendía encerrado en un cajón a la que sería su última morada.
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Su apariencia no fue lo que lo cautivó durante el torneo de perinola. Pero ya eran mayores y, a sus quinces años, Clarita ya despuntaba para Julio en otros aspectos. Por ejemplo, sus caderas, su piel canela y su largo y hermoso cabello ensortijado. Desde ese primer día de clases en el primer grado se hicieron amigos y se disputaron por años el título de reyes de la perinola. Hoy, son amigos y mañana serán novios (o eso le gusta pensar a él).
La familia de Julio trabajó siempre en plantaciones de cacao, en Chuao su apellido ‘significa’ chocolate. Pero lo suyo siempre fue el mar, se imaginaba remontando las olas cada día en un peñero, pescando a punta de redes y carrete y llegando a casa cargado de los más deliciosos pescados para disfrutar con su familia.
Un martes, al salir del liceo, fue al muelle del pueblo a buscar trabajo como ayudante de algún pescador. Ya en la playa, se dio cuenta que Clarita estaba allí tomando para ella cada gota de sol. Como si hubiese entrado en shock, Julio se quedó inmóvil, degustando con sus pupilas cada curva de aquel cuerpo y cada centímetro de esa boca que quería besar. Se armó de valor y fue a hablarle.
- “Hola Julito, cónchale, ¿será que tienes agua? Muero de sed” –dijo ella.- No –respondió él, petrificado por la tensión.
Ella sacó de su bolso la misma perinola de aquel primer torneo y le propuso una apuesta. Si ella ganaba, el iría a comprar agua para los dos. “¿Y si gano yo qué?” –preguntó él. “Pues, te doy un beso” –respondió ella entre risas cómplices. Era obvio que ella podía ver a través de él, que sabía lo que sentía. Pero este sería un torneo que bajo ningún concepto estaba dispuesto a perder. La despedazó imponiendo su mejor marca, 104 repeticiones. Se besaron.
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Su taller era un desastre, madera por aquí y por allá, pintura regada en cualquier dirección y la bulla asociada a cortar y tallar madera. En la misma sala quedaba el cuarto, una vieja colchoneta; la cocina, una hornilla y lo que tuviese a disposición para comer; su taller, un mesón que dejaba ver señales de maltrato, un taburete y un juego de herramientas visiblemente gastadas; y el recibo, otro taburete nuevecito que sostenía piezas terminadas.
En ese pequeño espacio hacia su vida, hacía perinolas. Desde que se levantaba en la mañana hasta que caía rendido sobre el mesón o la colchoneta, tallaba, lijaba, cortaba, amarraba y pintaba.
Desde luego, el taller estaba repleto de perinolas, parecía un museo de tradición infantil. No las vendía, de vez en cuando sacaba algunas y las dejaba en la entrada, por eso se hizo famoso entre los niños del pueblo que husmeaban entre los arbustos para quedárselas. “Ya las sacó” –los oía gritar desde adentro. Otras las cambiaba por algo de comer en el abasto o la pescadería. Pero hacia cuatro o cinco perinolas al día y no comía todos los días.
El “loco ‘e perinola” inspiraba lástima entre los pobladores, su locura pasiva y melancólica no podía generar otra cosa. A él nada de eso le importaba, ni siquiera lo sabía. Vivía su vida una perinola a la vez.
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Julio y Clara se casaron y mudaron a una casita pequeña pero acogedora. Una habitación para ellos y una que servía de sala de televisión, un recibo y una hermosa cocina, dos baños, lavadero y una alfombra en la entrada que decía “Bienvenido”. Él sacaba su peñero a la mar cada amanecer y ella salía a dar clases a sus alumnos de tercer grado en la que fuera su escuela al llegar al pueblo. Llevaban dos años casados, no había una pareja más feliz en todo Choroní.
Aún Clara era aficionada a su perinola, jugaba con ella cada día en casa de 5 a 6 de la tarde. A esa hora solía llegar Julio, a quien el ruido de aquel juguetito ya sacaba un poco de quicio. Se sentaban, comían el mejor pescado que hubiera atrapado él durante la larga jornada y hablaban por horas de las pesca, de los niños en el colegio, de la familia, del amor, del país, de todo.
Una de esas noches Clara le confesó lo feliz que se sentía de haberse dejado ganar aquella apuesta en la playa hace tantos años y por estar esperando su primer hijo. Julio rompió a llorar de felicidad.
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Estaba devastado, se quedó sin familia tras un horroroso accidente en la carretera hacia Maracay. Vendió todo lo que tenía y se fue a vivir a un pequeño taller. Compró madera y pintura como para hacer 100 peñeros, mucha comida y no salió de ahí en meses. Entre lágrimas comenzaron sus días como artesano. La primera perinola le tomó dos días enteros de trabajo y no quedó muy buena. Poco a poco se olvidó de su nombre, de su apariencia y de su entorno.
Sus vecinos intentaron persuadirlo, pero no había vuelta atrás. Con el paso del tiempo los lugareños desistieron, era ya otra persona. Los más pequeños le dieron su apodo, se decía que el primer año hizo casi mil perinolas. Seguía encerrado, ahora sólo vivía para eso.
Pronto la historia llegó a los medios y varios periodistas intentaron llevarla a sus diarios, seguro sería un éxito entre los lectores. No concedió ni una entrevista, lo que hizo crecer más los rumores y su leyenda. Al cabo de unos meses la prensa también se olvidó de él.
Comenzó a dejar perinolas afuera de su taller, sabía que los niños les darían mejor uso que la mesa y el suelo donde reposaban inertes. Estaba determinado a vivir así por siempre.
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Si la vida de Julio y Clara era feliz, la llegada de la pequeña María la llenó mil veces más de felicidad. Iluminó la vida de ese joven pescador y su dedicada esposa. Vivían para ella, para sus tareas y sus comidas, para sus deseos y deberes.
Cuando estaba por entrar a primer grado, Clara pensó en regalarle una perinola tan bella como aquella que un día deslumbró a su esposo. Le daría la suya pero después de tanto uso ya no era tan colorida y especial. Salió a buscar entre los artesanos del pueblo por la mañana y no encontró una adecuada. Le recomendaron visitar a un artesano de renombre que hacía las mejores perinolas del país.Cuando Julio llegó esa tarde a casa esa tarde, leyó una nota que le habían dejado sobre la mesa del comedor. “Mi amor, hoy llegaremos un poco tarde, fuimos a comprar la perinola a Maracay”.